EL ANGEL DE LA MUERTE

Mi abuelo materno vivió por muchos años en la colonia maderera. Y a pesar de ser un obrero maltratado y con un bajo sueldo. Siempre se distinguió por ser honesto. A él le toco disfrutar las cálidas aguas del arroyo que pasaba bajo el puente negro. Su casa la construyo con la arena y grava se salían a luz en época de sequía y bajaba de afluencia de líquido en el mismo causal. Y a la vez le toco zambullirse a las tormentosas aguas para rescatar a sus animales que eran arrastrados cuando la creciente del arroyo llegaba durante la época de lluvia.

 

Fue durante esta temporada, donde el arroyo con sus aguas crecidas, daban oportunidad a que los más aventurados realizaran sus clavados desde la cima del puente negro.

 

Mientras en la que fue su casa por años, mi abuelo era velado. Recuerdo muy bien el cielo despejado de una cálida tarde digna de un día de campo. Mientras los mayores rezaban el rosario, yo a mi corta edad jugaba con mis primos a las canicas casi sin hacer sonido, fue en ese momento que lo vi. Un señor desconocido, parecía ser un vagabundo que solo buscaba las bebidas y alimentos gratis que se ofrecían a los dolientes.

 

Pero no fue así, de entre sus harapos saco un pequeño ramo de flores blancas, sencillas, de las llamadas nube. Se incoó ante el ataúd y sin decir palabra alguna se retiró. Para ese momento el sol se había ocultado y el sonido de una carreta jalada por caballos se escuchó a lo lejos, muchos no oyeron, pero pocos nos dimos de cuenta de eso. Mi madre comento que probablemente había sido el ángel de la muerte que había ido por el alma de mi abuelo. No lo creí, pero me asusto por días.

 

Misteriosamente en una fecha cercana al aniversario luctuoso de mi abuelo, mi madre falleció, y a pesar de estar estresado por los preparativos del funeral y sepelio, me di un tiempo para disfrutar y despedirme de mi madre. Fue en esa tarde mientras admiraba el bello rostro de la mujer que me dio la vida, cuando un hombre desconocido, haraposo y discreto se posó junto a mí y sigilosamente saco un pequeño ramo de flores blancas artificiales viejas y carcomidas por el sol y lo coloco bajo el ataúd hincándose y manteniéndose de ese modo por un momento corto, que pareció eterno.

 

Me vino a la mente aquel recuerdo de mi abuelo y cuando se retiró trate de seguirlo, pero me lo evitaron las personas que asistían a darme el pésame. Cuando al fin logre llegar a la puerta, aquel hombre desapareció y cuando di la vuelta para regresar, a lo lejos alcance a escuchar a aquella carreta jalada por caballos. Fue cuando entendí que mi madre ya no estaba entre nosotros, ya se la había llevado el ángel de la muerte.